Las ciencias políticas nos han hablado durante mucho tiempo de varios tipos de Estado, como por ejemplo el «Estado gendarme» de los liberales clásicos, el «Estado del bienestar» de los europeos occidentales de posguerra, y más recientemente, el «Estado de mercado» que el periodista Rafael Poch aplica a la Rusia de los 1990, el «Estado fallido» tipo Somalia o el «Estado gamberro» que los atlantistas suelen atribuir a Irán o Corea del Norte.
No sé a ustedes, pero a mí, hasta cierto punto, estas clasificaciones de la llamada «ciencia política» me producen una cierta sensación de tranquilidad. No hay que preocuparse. Hay un orden en el mundo. Como cuando nos sentimos perdidos, atribulados por lo que percibimos como una anarquía inaprensible, pero nos llega la mensualidad de la hipoteca y, en cierto modo, respiramos tranquilos: el universo no es un caos. La política no es un caos; tenemos unas tablas clasificatorias que lo explican todo. El Estado en el que le haya tocado nacer y del que sea usted ciudadano encaja en nuestra clasificación, y si no, le abrimos una casilla para que entre, como en la entomología.
Propuesta de especie nueva
Se me ha ocurrido estos días, a raíz de un vídeo del abogado y analista político español Francisco José Fernández-Cruz en el que habla de los «chihuahuas bálticos», que merece la pena añadir una casilla a la tabla periódica de la política: el «Estado chihuahua»; no confundir con el estado de Chihuahua, en México.
Sin entretenerme más. El Estado chihuahua se dice de un país pequeño, generalmente próspero con respecto a la media, y con un complejo de inferioridad que instila toneladas de agravio a la población que lo constituye. De hecho, se podría decir que las élites de los Estados chihuahua practican una política del «agravio constante», y que se materializa en enérgicas protestas ante cualquier acto, por nimio que sea, percibido como degradante para la identidad nacional: confusión de banderas, de himnos, de nombre, exclusión de eventos internacionales, páginas web, comentarios desafortunados pero sinceros de otros gobiernos, etc. Esto solo los diferencia de las potencias medianas en el grado de indignación expresada por las autoridades, la prensa o los ciudadanos en las redes sociales.
Pero el Estado chihuahua, además de estas explosiones recurrentes y machaconas de indignación, complejo de inferioridad y no pocas dosis de ansiedad vital, se caracteriza fundamentalmente por ladrar y enseñar los dientes ante vecinos más grandes y fuertes que perciben como una amenaza, a sabiendas de que no sufrirán represalias porque están protegidos por otro perro tan grande o más como el de los enemigos.
Dado este planteamiento, podemos observar una curiosa dialéctica entre el Estado chihuahua y el Estado que lo domina. Este último, llamémosle «Alfa», utilizará cuando le convenga a los Estados chihuahua para ladrar, rugir, enseñar los dientes y provocar al Estado enemigo. El chihuahua, con su facha enclenque de nerd norteamericano con esteroides, se pondrá a la tarea con mucho entusiasmo. Ahora bien, toda vez que esta técnica no le reporte beneficios o que sienta no obstante que la protección del Estado alfa se afloja, o que este último intenta llevarse bien con el Estado enemigo por las razones que sean, entonces el Estado chihuahua se pondrá a ladrar y provocar a dicho enemigo.
En esta situación, el Estado alfa, visiblemente cabreado, tiene dos opciones: atar en corto al Estado chihuahua y darle un capirotazo, o seguirle el juego para no parecer blando. Otros Estados de la alianza, a los que no se les ha perdido demasiado en esa pelea, pueden sentirse incómodos con la actitud del Estado chihuahua, pues las poblaciones de dichas potencias medianas pueden pensar, con razón, que no deberían sacrificar su bienestar, e incluso su existencia, por un chihuahua de malas pulgas y manía persecutoria.
Corta vida útil
Pocos son los Estados chihuahua que consiguen mantener su «independencia» (una independencia de iure, por supuesto) más allá de los cien años. En general, la razón tiene que ver con sus élites, que se dividen entre los creyentes en la ideología que los rodea, y los zascandiles, que llegado el momento de la verdad, huyen con sus cofres del tesoro a algún paraíso fiscal o al Estado alfa. La experiencia histórica de los Estados chihuahua es generalmente trágica por la estupidez superlativa de sus élites, directamente proporcional a su garrulería y sentido de la impunidad.
Cuando el paraguas del Estado alfa se afloja, estas élites entran en pánico. Entonces comenzarán a actuar como pollos sin cabeza, iniciando una huida hacia adelante y provocando al Estado percibido como enemigo, el cual, en un principio, quizás no albergaba ninguna intención de invadir o de llevarse demasiado mal con el Estado chihuahua, pero que empezará a preguntarse si no será peligroso tener cerca y sin domar a un chihuahua rabioso que le meta en problemas con otros perros.
Ser ciudadano de un Estado chihuahua comporta ciertos riesgos para la salud mental. En primer lugar, por el ya mencionado sometimiento a una política de agravio constante, y en segundo lugar, por la manía persecutoria que lo invade. Todo será percibido como amenaza en potencia. El futuro del país siempre estará en entredicho. El ciudadano consciente de esta dialéctica intentará huir y rehacer su vida en otro país con menos complejos, pero si no puede, optará por el exilio interior o por el suicidio. Nadie aguanta tanta mierda sin volverse loco o misántropo.
En resumen, el Estado chihuahua es una forma trágicómica de Estado, precisamente por la estupidez que lo rodea, manifestada en una serie de atributos exteriores destinados a hacerle parecer mucho más fuerte de lo que en realidad es, como el pavo real o como Federico Jiménez Losantos.
Si se dan cuenta de que viven en un Estado chihuahua, consideren ir haciendo las maletas, y no se olviden de una muda limpia de ropa interior.