La llamada de la selva (The call of the wild), de Jack London
Traducción de Rosa Regás
Navona Editorial
2021
192 páginas
Muchos lectores de raza hemos crecido leyendo las historias del gran escritor estadounidense Jack London, no pocos atraídos a corta edad por las colecciones de literatura juvenil donde se editaban sus cuentos y novelas más populares. El boca a boca entre los jóvenes también funcionaba, pues era innegable el atractivo que ejercían sobre nosotros los escenarios de los vastos espacios agrestes de Alaska y los luminosos pero crueles parajes archipelágicos de los mares del sur, por no hablar de los paisajes primordiales de las historias que London inscribía en épocas tan remotas como el Pleistoceno. Había un punto de exotismo que se veía reforzado y agigantado por las peripecias de los héroes londonianos, ya fueran seres humanos o animales; héroes cuyas tribulaciones les exigían siempre esfuerzos sobrenaturales que los acercaban a menudo a la frontera entre la vida y la muerte. London llevaba a sus personajes a situaciones límite de la que salían reforzados o perecían en el intento, pero donde el amor a la vida resplandecía como la luz de una gran hoguera en mitad de los desiertos del Ártico.
En mis años de la secundaria gocé lo indecible leyendo a London, al que llegué por recomendación de otro estudiante. Esto lo cuento de manera dramatizada en el primer volumen de mi novela El naufragio de los imperios. En aquella época, yo era un lector voraz de Tolkien, y estaba más familiarizado con la geografía de la Tierra Media que con la de nuestro mundo real. El escritor de San Francisco me abrió la mente a nuevos territorios, a nuevas maneras de entender nuestra existencia y a la realidad de un mundo cruel a través del que era necesario abrirse paso mediante la fuerza, la astucia y el sufrimiento; un trayecto durante el cual nos convertíamos en adultos, o en eso que hoy día está tan denostado: en hombres.
Muchos años después he vuelto a leer a London, y la experiencia ha sido tan estimulante y placentera como la primera vez. Regresar a septentrión, donde habita el lobo, el alce, el oso; donde encuentra anchurosa acogida lo mejor y lo peor de la raza humana, las mayores demostraciones de crueldad, codicia e indiferencia junto con las más admirables muestras de generosidad, sacrificio y amistad.
Como un Lazarillo de la raza perruna, Buck cambia de dueño y con cada uno de ellos aprende una lección inolvidable.
En La llamada de la selva, Jack London sigue la terrible peripecia del perro Buck, desde su plácida vida en una finca de la soleada California hasta los rigores extremos de Alaska. Como un Lazarillo de la raza perruna, Buck cambia de dueño y con cada uno de ellos aprende una lección inolvidable, ya sea mediante la brutalidad o mediante el rigor no exento de una justicia ceñida a los estrechos márgenes que permiten las terribles condiciones del Ártico, ya sea mediante la estupidez o el amor incondicional de los hombres. A base de palos, Buck aprende la dura ley del garrote y el colmillo, desarrolla astucia y paciencia no solo para sobrevivir, sino también para, poco a poco, salir triunfante en el despiadado microcosmos de los perros de tiro. Uncido a las cuerdas del trineo, Buck expandirá sus músculos, afilará sus colmillos y endurecerá sus patas sobre el duro suelo congelado de la cuenca del Yukón. Y a medida que el recuerdo de su civilizada existencia californiana se desvanece, una fuerza interior primordial nace en su pecho al contacto con la naturaleza agreste; una llamada que lo apremia a despojarse del sol cada vez más tenue de la civilización y a abrazar el esplendor salvaje de su herencia ancestral.
De la misma manera que a través del protagonista de La llamada de la selva aúllan las miles de generaciones de lobos que han poblado la Tierra, así resuenan en la escritura de London los versos de Homero y Virgilio.
El camino que recorre Buck es el que conduce de la cultura humana de vuelta a la vida silvestre, exactamente el sentido contrario al del protagonista de otra de sus novelas más emblemáticas: Colmillo blanco. Jack London contrapone en toda su obra los instintos naturales a las mieles de la civilización, pero a pesar de los contrastes tan marcados, el escritor nos hace transitar por todas las zonas intermedias, dando los pasos necesarios que nos llevarán a uno u otro destino, los cuales están jalonados por una serie de hitos semejantes a las pruebas de los héroes antiguos. Y es que hay un aliento casi mitológico en la literatura de Jack London que lo emparenta con los grandes trovadores y juglares de antaño, como si su propia manera de contar historias estuviese tan genéticamente informada como la de los instintos salvajes del perro Buck. De la misma manera que a través del protagonista de La llamada de la selva aúllan las miles de generaciones de lobos que han poblado la Tierra, así resuenan en la escritura de London los versos de Homero y Virgilio.
No es de extrañar que Jack London sea un escritor tan querido por jóvenes y adultos, pues a unos les advierte del duro camino que les espera por delante, y a otros les recuerda la pedregosa senda que los ha conducido a su plenitud física y moral como hombres; una travesía por la que tendrán que guiar a sus hijos, a veces ejerciendo el rigor y la disciplina, a veces colmando de amor sus corazones.
Volver a vivir estas sensaciones ha despertado mis recuerdos de la adolescencia y del asombro que nos procuraba la lectura de unas historias que no solo ensanchaban nuestros pobres horizontes geográficos sino que dilataban la exigua gama de experiencias vitales a las quizás un día nos enfrentaríamos.
En fin, La llamada de la selva retiene toda la fortaleza, el brío y la pujanza de la mejor literatura, y no ha perdido un ápice de interés para las generaciones actuales. Es más, a tenor de la grave crisis social que viven las sociedades llamadas «occidentales», la lectura de Jack London se hace si cabe más urgente.