Comentario a la violeta sobre el uso indecente de los adjetivos y sobre su inevitable indecencia, cuestión esta última que los principales fustigadores del lenguaje —en nombre de la democracia— suelen evitar, seguramente por pudor.
La maldición de los adjetivos es una maldición cierta, quizás la única maldición verdadera. Fui consciente de esta maldición hace mucho tiempo, concretamente cuando tenía unos veinticuatro años. Por entonces yo era un progre en transición a constitucionalista, algo muy español, según he podido constatar. Los periódicos comenzaban a fascinarme porque suponían, aparte de una etapa inicial de la gloria literaria, una prueba irrefutable de la complejidad de la civilización: una serie de pliegos diarios que involucraban a personas expertas en todos los ámbitos de la existencia, desde la maraña del reglamento de las Cortes hasta la composición de un motor de Fórmula 1. Además, estos expertos escribían bien, y algunos, muy bien.
La logística del periódico nacional en su apogeo de los años noventa, con sus promociones, sus colecciones de libros, la tranquilidad de recibir tu ejemplar todos los días a la puerta de casa, etc., era un objeto especular de la metáfora del reloj. «Este país funciona como un reloj», se dice de Japón, o incluso de Bielorrusia. Los periódicos, con sus genes burgueses, han tenido mucho que ver en esto.
El periódico nacional de tendencia constitucionalista liberal-conservadora contenía firmas brillantes a principios del siglo XXI. Hasta Martín Ferrand parecía un Bergamín. Pero el más brillante era Arcadi Espada y él fue el que me introdujo en la maldición de los adjetivos, recordando de forma machacona un leitmotiv de Josep Pla: lo más importante al escribir es tasar los adjetivos. Espada tasaba los adjetivos, pero siempre los de los demás, como pude comprobar años después. A Espada le gustaba el constitucionalismo liberal porque él también había sido un progre, y un progre catalán por añadidura, que debe de ser una especie de agravante según me cuentan. Claro que era la época de ZP, un personaje excepcional, asaz susceptible de recochineo lingüístico, lo cual no mejoró con Rajoy.
El caso es que siguiendo la máxima de Pla-Espada me afané en tasar los adjetivos de mis nuevos enemigos, de mi yo anterior, y no tuve piedad. Fue una época de aprendizaje (¿acaso no lo son todas?), leí mucho a Hannah Arendt, a Fernado Savater e incluso a Rosa Díez, y no se me caía la palabra «democracia» de la boca, porque la sostenía siempre con las palabras «libertad» y «constitución». La salsa de esta ensalada podía ser a veces la «tercera España», la «Europa liberal» o la «civilización occidental». Ahora lo entiendo todo, porque aquellos sustantivos con sus correspondientes adjetivos no solo traslucían algo sublime, sino unas bases firmísimas sobre las que construir un proyecto vital, algo así como el Credo de Nicea o las Cuatro Nobles Verdades.
Han pasado casi veinte años desde aquella edad heroica en la que tantas cursiladas proclamé, incluso desde las páginas de algún periódico digital. El siguiente paso fue tasar los adjetivos de los tasadores (crítica de la crítica crítica, que diría Marx), y como en las fases del duelo, ahora solo me queda aceptar que el adjetivo es una maldición, que no hay adjetivo preciso ni neutral, que al igual que el hombre nace con la mancha de Caín, el lenguaje nace con la mancha del adjetivo.
Mis lecturas recientes han sido dolorosas. Un periodista inglés, biógrafo de Putin, me ha recordado la presencia de la maldición, solo que él, Philip Short, recurre como buen inglés taimado a una operación más sofisticada: el sustantivo descalifica, el adjetivo atenúa. Si quiere condenar la acción o las palabras de algún dirigente occidental no le aplica la misma medicina que a Putin. Cuando este último evoca un recuerdo adornándolo o diciendo una mentirijilla, Short lo califica de «mentira». Un juicio inapelable. Pero cuando el que miente es Clinton o Condoleezza Rice, el juicio no es tan severo, y califica la mentira de declaración «deshonesta», que es una mentira con atenuantes.
En esto, su compatriota Niall Ferguson es más zafio. Se nota que ha vivido demasiado tiempo entre los neocones de Washington. En los primeros compases de la primera parte de su biografía de Henry Kissinger, el historiador británico disculpa los crímenes de este recordándonos la maldad químicamente pura del comunismo: Vietnam del norte, Castro, Allende y, si me apuran, la Iglesia primitiva de Cristo. Hay que combatir la espada con la espada, nos viene a decir Ferguson, lo cual está muy bien y es tremendamente tranquilizador. ¿Verdad?
Ni sí ni no, es la maldición. El propio Kissinger era un maestro de la superchería histórica. La maldición era extraordinariamente intensa en él. Siempre recuerdo dos análisis de su libro Diplomacia (1994): el capítulo correspondiente al «Expansionismo ruso» y los primeros párrafos dedicados a la diplomacia estadounidense recién terminada la II Guerra Mundial.
En el primero aseguraba que la expansión rusa del siglo XIX no obedecía a ningún principio moral ni racional, era la expansión por la expansión. Idea esta que ha permeado las mentes de nuestros dirigentes occidentales en el momento presente, asegurando a la población que, después de Ucrania, el «dictador» Putin invadirá toda Europa con su banda de desharrapados. ¿Por qué? ¡Lean a Kissinger!
Llegados a la posguerra mundial, Kissinger realiza un panegírico de la diplomacia estadounidense proclamándola como la más «idealista» de la historia de la Humanidad, pues EEUU salió por fin al mundo para llevar la buena nueva de la democracia y la vida normal de las naciones decentes, algo que aprendió del presidente Truman, al parecer.
Toda acción imperial ha sido idealista, incluso la de los británicos, aunque sus ideales fueran los del burgués antipático de las novelas de Dickens. El idealismo no filosófico no es más que un sentimentalismo, el alimento del creyente, el ingrediente secreto del hechicero académico. Kissinger además, conocía bien la psicología norteamericana, esencialmente narcisista y priápica (abracemos la maldición).
Josep Pla reprochaba a Baroja el uso garbancero de los adjetivos, pero lo cierto es que si no es garbanzo es alubia, y en los peores casos, haba. Y como buena legumbre, provoca ventosidades más o menos graciosas y malolientes. Por eso, a partir de hoy, leeré libros con una pinza en la nariz.