Kissinger fue uno de los hombres de Estado más importantes del siglo XX, ya enmarquemos su figura en el Infierno o solo en el Purgatorio por los crímenes que directa o indirectamente provocaron algunas de sus decisiones. También recordamos su papel en la Transición y las razones por las que Rusia y China han valorado positivamente al personaje.
Henry Kissinger murió a los 100 años de edad, los mismos que hubiera cumplido Gloria Grahame de haber durado tanto. En un principio, llegué a preferir que se hubieran invertido las tornas, pero luego pensé que la Grahame había hecho bien en morirse más pronto y no ver su glorioso cuerpo machacado por tan provecta edad. Además, seguramente el mundo sería hoy algo diferente de no haber existido Henry Kissinger, y no solo me refiero a las personas que hubiesen vivido en vez de morir por las decisiones en las que participó o que inspiró el exsecretario de Estado de los Estados Unidos, sino a que la estructura del mundo actual podría haber adquirido, al menos, una tonalidad diferente.
Kissinger fue el judío alemán que huyó a EE. UU. con su familia en previsión de las persecuciones nazis y de joven se hizo un hueco en el mundo académico de Nueva Inglaterra, siendo uno de los primeros profesores de universidad que inauguraría las famosas puertas giratorias entre las facultades de Políticas y el Departamento de Estado, mecanismo que hoy día funciona de tal manera que casi no se distinguen las unas del otro, dado el desparpajo con el que las personas pasan de una entidad a otra.
Fue el asesor de David Rockefeller en sus infructuosos intentos de hacerse con la candidatura del Partido Demócrata a la presidencia durante los años 50 y 60, para terminar al servicio de su rival, Richard Nixon, en aquellas elecciones de 1969 y que le permitieron tocar poder por primera vez.
Kissinger no hizo nada diferente de lo que se había hecho hasta entonces en la historia diplomática europea.
Imbuido de la experiencia y conocimientos de la historia diplomática europea, obsesionado con la idea del equilibrio de poder, Kissinger, en sintonía con Nixon, puso en marcha una serie de iniciativas diplomáticas dirigidas a «descongelar» el rígido marco de relaciones de la Guerra Fría. Kissinger es normalmente considerado una especie de genio por abrirse a la alianza con China en contra de la Unión Soviética, haciendo caso omiso de las diferencias ideológicas, o poniendo en solfa la idea de que la Guerra Fría era un conflicto entre «El Comunismo» y «El Capitalismo». Pero lo cierto es que Kissinger no hizo nada diferente de lo que se había hecho hasta entonces en la historia diplomática europea. La cantidad de ejemplos de alianzas contra terceros entre Estados ideológicamente contrarios es infinita. Casos famosos pueden ser el de la Francia de Francisco I y la Turquía de Solimán el Magnífico contra Carlos I de España y V de Alemania. Otra vez la Francia de Richelieu y las Provincias Unidas contra la España del Conde-Duque de Olivares. La Inglaterra de Pitt y la Rusia de Alejandro I contra Napoleón. La Francia republicana de Ferry y la Rusia de Nicolás II contra las potencias centrales, etc.
Como vemos, no hay ninguna genialidad en Kissinger. Este se limitó a ser pragmático, y además, contaba con la aquiescencia del propio Nixon, que según el propio Kissinger, había llegado a la misma conclusión antes de que este entrase a trabajar en la Casa Blanca. En cualquier caso, la apertura de EE. UU. a la China de Mao ha configurado el desarrollo del orden mundial hasta nuestros días. Incluso alguien tan contrario a Nixon como el cineasta Oliver Stone, le dedicó una película que llevaba como frase publicitaria: «Cambió el mundo, pero perdió un país». La dupla Kissinger-Nixon cambió la faz de las relaciones internacionales tal y como se habían desarrollado desde el fin de la II Guerra Mundial; le siguió la caída de la Unión Soviética y el ascenso de China.
Una parte del pueblo chileno siempre lo culpará por dar luz verde a la operación Cóndor.
Pero Kissinger también se vio envuelto en los principales escenarios internacionales de los años setenta, incluyendo decisiones terribles como los bombardeos ilegales de Camboya y Laos, que precipitó el triunfo comunista en estos países, desprestigió completamente a los EE. UU. ante los ojos del mundo y no consiguió militarmente ninguna ventaja frente a los vietnamitas. Una parte del pueblo chileno siempre lo culpará por dar luz verde a la operación Cóndor que derribó a Allende merced al golpe de Estado de Pinochet, que fue seguido de una espantosa represión.
En el caso de España, los cables de la embajada norteamericana en Madrid desclasificados por Wikileaks dan un panorama muy diferente del de la historia oficial de la Transición, con un Kissinger que tuvo un papel decisivo en varios acontecimientos y que manejaba al rey Juan Carlos como a un peón más de los EE. UU. en sus planes para que España entrase en la OTAN y el Mercado Común en las condiciones más ventajosas tanto para Washington como para Bonn y París, pero muy desfavorables para España. De los cables de la embajada se deduce bastante bien que Kissinger coronó efectivamente a Juan Carlos como rey, poniéndole ante un dilema: o el Sáhara para Marruecos o su corona de rey.
Juan Carlos, como buen borbón y arribista, prefirió la corona a los intereses nacionales de España. Kissinger también presionó al gobierno de Suárez para que hiciese una declaración pública de intenciones de solicitar el ingreso en la OTAN, amenazando con la creación de un movimiento separatista canario. Así lo cuenta en sus memorias el entonces ministro de la Presidencia, José Manuel Otero Novas. Presionado por Washington, Suárez, un hombre no muy brillante, decidió hacer una declaración pública en sentido favorable. De la noche a la mañana, la cabeza visible del nacionalismo canario, Cubillo, desapareció como por ensalmo.
Conocidas estas razones, resulta ridículo el obituario que ofreció el expresidente Aznar en la Tercera de ABC al día siguiente de la muerte de Kissinger, al que califica de «amigo de España». O Aznar ignora de manera culpable las maniobras de Kissinger durante la Transición, o simplemente es un idiota. Y lo mismo la cantidad de periodistas de «izquierdas» y de «derechas» que ya sea para alabarlo o para denigrarlo, pasan pudorosamente y como sobre ascuas por la implicación de Kissinger en el rumbo político que tomó España en los años setenta.1
Más sentido tiene que tanto en China como en Rusia hayan elogiado a Kissinger en sus respectivos obituarios.
Más sentido tiene que tanto en China como en Rusia hayan elogiado a Kissinger en sus respectivos obituarios. China sigue estando agradecida a Kissinger por normalizar las relaciones con los EE. UU., hasta el punto de obviar que, en las últimas dos décadas, este promovió la idea de que EE. UU. debía bascular hacia Rusia para poner freno a una China imparable, en contra de la opinión de Brzezinski. En este sentido, el presidente ruso Vladimir Putin también calificó de «amigo» a Kissinger. Las razones para esta visión positiva del diplomático norteamericano no solo tienen que ver con sus ideas más recientes, sino, en general, con el hecho de que Kissinger era un realista que entendía la necesidad de un equilibrio de poder en Europa, equilibrio imposible sin Rusia, que se había convertido en un país imprescindible para la historia europea a partir del reinado de Pedro el Grande.
Queda ahora decir que el ascenso de los neocones en la política estadounidense a partir de Reagan, Bush y Clinton ha orillado la idea de equilibrio de poder que siempre defendió Kissinger, lo que en cierto modo está llevando a un deterioro muy rápido de las posiciones diplomáticas y geopolíticas de Estados Unidos en el mundo. La guerra de Ucrania ha puesto en evidencia que el imperio estadounidense está en profunda decadencia, y que el poder que parecía omnímodo hace tan solo quince años, comienza ahora a deshacerse como un azucarillo. Las razones son múltiples, pero una de ellas, y no poco importante, es la falta de realismo diplomático y estratégico, algo que un personaje con una parte ciertamente siniestra como Kissinger, entendía perfectamente.
Que tanta paz se lleve como dejó.
- En el primer tomo de mi novela «El naufragio de los imperios. Memorias de amor Vol. 1 El reino del ocaso», trato esta cuestión: ↩︎