El papel de la mujer en el mundo del entretenimiento ha experimentado una transformación muy acusada en los últimos cinco años, pero en los treinta, cuarenta y cincuenta, el cineasta Howard Hawks nos presentaba un prototipo de mujer moderna y liberada que no es fácilmente superable.
Una mujer que pone patas arriba el mundo de los hombres puede parecer hoy día algo trivial, e incluso generar agrias polémicas, aunque seguramente, por razones muy diferentes a las de hace ochenta años. En nuestros días, que la mujer se enseñoree de ámbitos tradicionalmente reservados a los varones no solo es una reivindicación constante, sino que incluso llega a perseguirse como un ideal deseable por sus supuestos efectos benéficos para toda la Humanidad.
Verbigracia, se aduce que el ascenso de la mujer a los más altos cargos de responsabilidad política reduciría significativamente la incidencia de las guerras, merced a la superior capacidad dialogante y empática de las mujeres. Escuchando las palabras de Hillary Clinton y analizando sus actos como secretaria de Estado de los Estados Unidos llega uno a la conclusión de que esta señora no deja en muy buen lugar al sexo femenino.
En los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX, si bien la mujer se había incorporado de manera decisiva al mercado laboral debido a la progresiva complejización de las sociedades avanzadas, el esfuerzo industrial de la II Guerra Mundial y sí, el invento de la lavadora, todavía encontraba ámbitos y profesiones que le estaban tácitamente vedadas. Es aquí donde irrumpe con fuerza la mujer moderna que el gran cineasta de Hollywood, Howard Hawks (1896-1977), nos presenta en casi todas sus películas.
El esquema habitual es el de una mujer entre la veintena y la treintena que se introduce de repente en un nicho social en el que dominan con fuerza, a veces de manera exclusiva, los hombres. Al principio se llevará mal con el protagonista y cabeza visible del grupo de varones, pero gracias a su belleza, inteligencia y desparpajo, derribará una tras otra las barreras en las que este se parapeta, y ganará el amor y el respeto de todos, a pesar de que en el proceso los ha vuelto locos.
«Stanwyck decide refugiarse con los profesores que verán así perturbada la paz de su templo de conocimientos».
Un ejemplo palmario de este esquema es Bola de fuego de 1941. Gary Cooper encabeza un grupo de siete profesores solteros que se dedican a la redacción de una enciclopedia que reúna el saber humano. Están acostumbrados a trabajar casi aislados y en un ambiente de camaradería académica. Un día, Cooper se da cuenta de que se ha quedado atrás en sus conocimientos de la jerga callejera por lo que decide salir de su reclusión para hacer un estudio del argot actual. Para ello recluta a la cabaretera interpretada por Barbara Stanwyck, buscada por la policía para que testifique contra su novio, el mafioso Joe Lilac. Stanwyck decide refugiarse con los profesores que verán así perturbada la paz de su templo de conocimientos.
Sin embargo, la guapa cabaretera se los irá ganando uno a uno, hasta el punto de que ella misma acaba prendada del profesor interpretado por Gary Cooper. El novio de Stanwyck la convence para que se case con él y así no esté obligada legalmente a testificar en su contra. Esta convence a los profesores de que la lleven en secreto a donde se esconde Lilac, pero en el proceso, Cooper descubre los sentimientos de Stanwyck hacia él, y con gran ingenio, los profesores consiguen rescatarla poniendo sus vidas en peligro.
En esta película, la mujer no solo perturba el mundo varonil de los académicos, sino que los hace salir de su zona de confort y los obliga a enfrentarse con el mundo real, mucho más sucio y peligroso que el de su vida intelectual, y todo por una cabaretera que les ha robado el corazón a base de simpatía, y demostrando su superioridad a la hora de entender cómo funciona el mundo del que ellos están aislados.
Veamos cómo este esquema se repite en otras películas del autor.
«Susan confunde a Huxley con un zoólogo y lo convence para que la acompañe con Baby a casa de su tía».
La fiera de mi niña, de 1938, es una comedia del subgénero screwball o alocada, en la que los norteamericanos de los 30 y 40 fueron auténticos maestros, con nombres como el de George Cukor, Frank Capra o Preston Sturges. En esta película, David Huxley (Cary Grant) es un tranquilo paleontólogo cuyo objetivo en la vida es completar el esqueleto de un brontosaurio, al que le falta una clavícula. Está a punto de casarse con una mujer de modales rígidos y, a la vez, debe convencer a la rica Mrs. Random de que haga una generosa donación al museo para el que trabaja.
El día antes de su boda, conoce a la joven Susan Vance (Katherine Hepburn), una locuela que es la sobrina de Mrs. Random. El hermano de Susan le ha enviado un leopardo desde Brasil como regalo para su tía, al que llaman Baby. Susan confunde a Huxley con un zoólogo y lo convence para que la acompañe con Baby a casa de su tía. En el proceso, se enamora de Huxley y hace lo imposible para retenerlo y que no se case al día siguiente. Entremedias, Baby se escapa de la casa con el perrito George, iniciando una alocada carrera para encontrar a los animales, sacando por error a un leopardo salvaje del zoo que hace cundir el pánico en la ciudad. Y todo ello mientras intentan convencer a Mrs. Random de lo razonable de su donación al museo.
En la película, una jovencísima y encantadora Katherine Hepburn trastoca por completo el mundo tranquilo, acomodado y rutinario de Cary Grant, y le hace cambiar todos sus planes, e incluso su personalidad taciturna y acogotada. La película termina con ellos juntos, pero con la sensación de que una relación entre seres tan diferentes no puede durar demasiado, intuición que tendremos en otros finales de Howard Hawks. Una diferencia notable, por ejemplo, a los finales amorosos de las películas de John Ford.
«Dallas comete algunos errores pero se lo pasa muy bien, al igual que el resto del equipo, que vota a favor de que Dallas se quede, en contra de la opinión de Mercer, para quien la fotógrafa solo supondrá problemas».
Nos trasladamos a 1962, en la recta final de la carrera de Hawks, para encontrarnos con una película que reproduce a la perfección el ya conocido esquema del que hablamos. Se trata de Hatari! («peligro» en swahili), en la que un grupo de profesionales occidentales trabaja para una compañía de animales en Tanganika, donde atrapan todo tipo de especies para zoos y circos.
El grupo de hombres rudos y experimentados, liderados por Sean Mercer (John Wayne) pronto se verá trastornado por la llegada de la fotógrafa Dallas (Elsa Martinelli), quien se une a la primera expedición para atrapar una jirafa. Dallas comete algunos errores pero se lo pasa muy bien, al igual que el resto del equipo, que vota a favor de que Dallas se quede, en contra de la opinión de Mercer, para quien la fotógrafa solo supondrá problemas. Sin embargo, a medida que pasan los días, Mercer y Dallas comenzarán a sentir atracción mutua. Mercer resiste, por su mala experiencia anterior.
El resto de la película desarrollará escenas en las que Dallas pondrá en peligro y problemas al equipo, aunque este, gracias al carácter persuasivo y encantador de la guapa fotógrafa, la ayudará en todas sus locuras para fastidio de Mercer. Tras muchas vicisitudes, y terminada la temporada, Dallas se despide despechada de Mercer mediante una carta en la que le hace comprender que siempre la verá como a la antigua novia que lo abandonó. Mercer se da cuenta de su error y moviliza a su equipo, a la tribu Arusha y a los elefantes que Dallas había adoptado durante la película.
«La presencia de Bonnie Lee será un factor de constante desestabilización de la pequeña comunidad de hombres que trabaja para la compañía aérea y que se dan cita en la taberna de Barranca».
Mención especial merece una de mis películas preferidas de todos los tiempos y que resume como ninguna toda la obra cinematográfica de Howard Hawks. Me refiero a Sólo los ángeles tienen alas, de 1939, un año mágico para la historia del cine por la cantidad de obras maestras que se estrenaron. Sin embargo, esta es injustamente una de las menos mencionadas. Geoff Carter (Cary Grant) es piloto y director de una pequeña compañía aérea que transporta correo desde la ciudad portuaria de Barranca, en la costa del Pacífico, hacia los Andes. A la oficina que alberga la compañía y la taberna adosada, llega la corista Bonnie Lee (Jean Arthur) de paso para su siguiente destino. Tras un trágico accidente aéreo provocado involuntariamente por ella, decide quedarse en Barranca tras enamorarse de Carter, el cual no quiere comprometerse con ninguna mujer por lo peligroso de su oficio.
La presencia de Bonnie Lee será un factor de constante desestabilización de la pequeña comunidad de hombres que trabaja para la compañía aérea y que se dan cita en la taberna de Barranca. Y sin embargo, todos acabarán adorándola.
Los personajes femeninos de Hawks son inolvidables y es muy fácil empatizar con ellos. Son mujeres guapas, dotadas de una gran inteligencia emocional, hasta el punto de que incluso cuando se enamoran son conscientes de que quizás no estén ante su mejor opción, debilidad que las hace más humanas y realistas. Están dotadas de gran sentido del humor y no se arredran ante las dificultades, demostrando su gran valía personal o profesional, como la periodista Hildie (Rosalind Russell) de la extraordinaria Luna nueva (1940), una de mis comedias preferidas de todos los tiempos.
No obstante, también existe otra mirada a la mujer en el cine de Hawks que se desvía un poco de esta visión en películas como Tener y no tener (1944) y El sueño eterno (1946) en las que Hawks explota la extraordinaria química entre Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Especialmente en la segunda de estas películas, el personaje de Bacall actúa como una femme fatale típica del cine negro, añadiendo un elemento siniestro a su personalidad, y que suele estar ausente del cine de Hawks.
A veces, los roles se cambian de manera aparente como en La novia era él (1949), donde se juega con una ley existente en la época por la que las mujeres europeas que se hubiesen casado con soldados y oficiales estadounidenses durante e inmediatamente después de la II Guerra Mundial obtendrían de manera automática la ciudadanía estadounidense. Esto solo afectaba a las mujeres. En la película, Cary Grant hace de oficial francés que se casa con una militar norteamericana, Ann Sheridan, para poder emigrar a los EE. UU., con la consecuente cascada de problemas y escenas cómicas que la situación produce.
«En el contraste es donde mejor se aprecian las características».
Resulta muy instructivo comparar los personajes femeninos de Hawks con los de su contemporáneo y amigo John Ford. En el contraste es donde mejor se aprecian las características. Las mujeres de Ford suelen adoptar un rol más tradicional como dueñas y señoras del hogar, como refugio en el que se ampara un varón que se juega la vida en un mundo difícil; incluso estando muertas, como la celebérrima escena de La legión invencible (1949) en la que el protagonista John Wayne habla a la tumba de su esposa.
Sin embargo, ambos cineastas se influyeron el uno al otro, hasta el punto de que hay algunas películas de Hawks eminentemente fordianas como Río Rojo (1948), y películas de Ford más hawksianas como El hombre tranquilo (1952) en el que el personaje femenino de Maureen O’Hara recuerda en bastantes puntos a las mujeres del cine de Hawks.
Como amante del cine y escritor, siempre he experimentado una especie de basculación entre el tipo de la mujer hawksiana y el de la fordiana, y supongo que no seré el único. En mis cuentos y en mi novela, El naufragio de los imperios, he ofrecido, casi sin ser consciente de ello, varios de estos tipos de personaje femenino, mezclándolos u oponiéndolos.
En décadas posteriores, los personajes femeninos han pasado por todo tipo de tratamientos hasta la época actual, pero hay algo en las mujeres del cine de Howard Hawks que sigue maravillando hoy día tanto a hombres, por su innegable atractivo, como a las propias mujeres por la modernidad que desprenden.