Pío Baroja, entre otros escritores, escribió decenas de novelas que no se ajustaban al canon de escritura creativa tal y como ha sido establecido en los últimos setenta u ochenta años. Escribía contra las reglas de escritura. Damos algunos ejemplos de esta heterodoxia, pero recordando al aspirante a escritor que no deje de conocer bien dichas reglas.
¿Eres escritor o aspirante a escritor y te has preguntado alguna vez por qué hay que seguir las reglas que te impone el manual o el profesor de escritura creativa? Seguro que sí, sobre todo si eres lector empedernido y te has dado cuenta de que muchos grandes nombres de la literatura «cometen fallos», siempre según el manual, claro está.
Una de las reglas contra la que más lucho y que menos entiendo, por lo menos para el ámbito de la novela y el cuento, es la del «conflicto». Una de las frases más ominosas de un profesor de escritura es la que sentencia categóricamente: es in-dis-pen-sa-ble que haya conflicto. Algo que se repite variando la fórmula cuando alguien lee uno de tus escritos: «¡Pero si no hay conflicto!» o «¿Cuándo sale el conflicto»?
Bueno, antes de que saquemos el cuchillo de rebanar pescuezos, volvamos a lo que decía al principio. Muchos pesos pesados de la literatura no atendieron a las reglas. Uno de los que más abominaba de las reglas de la novela era don Pío Baroja, al que considero uno de los más grandes novelistas que ha dado la especie homo sapiens. Sin ir más lejos, un lector tan exigente como Josep Pla lo consideraba «el novelista», aunque le afeaba no meditar pacientemente el uso de los adjetivos, algo que el escritor catalán consideraba de mucho momento. Pues bien, son incontables las novelas de Baroja en las que el conflicto no aparece por ningún lado, o por lo menos, no aparece de manera explícita tal y como marcan los cánones aristotélicos. Pero tampoco la estructura se ajusta al esquema clásico de planteamiento, nudo y desenlace, ni las proporciones temáticas se guardan debidamente.
Un ejemplo palmario es César o nada, novela que se divide en dos partes, la primera de las cuales transcurre en Roma, donde el protagonista pasea día tras día por la ciudad y alrededores, y el narrador describe con minuciosidad todo lo que va viendo. Son decenas y decenas de páginas de descripciones y paseos, con algún que otro descanso para glosar las conversaciones que varios personajes tienen en el hotel. No ocurre nada extraordinario, y solo al final el protagonista casa con una mujer que conoce en Roma y cuyo padre, cacique de un pueblo, accede a hacerlo diputado. Comienza así la segunda parte, que trata del ascenso y caída del protagonista.
Ahora bien, este esquema más reconocible en cualquier lector, tampoco se ajusta a los cánones. Convertido en diputado, este desplegará una gran energía en arreglar la región y ganarse a los votantes, al tiempo que desbarata todos los planes de sus rivales. Sin embargo, llegado un momento, y por un simple cambio de disposición en el ánimo del protagonista, que de repente se vuelve abúlico y taciturno, pierde todo lo que había ganado al principio, sin que medie ninguna tragedia o conflicto moral que explique la metamorfosis del personaje.
Sospecho que cualquier profesor de escritura creativa habría tirado ese manuscrito a la basura, y lo mismo habría hecho con Las noches del Buen Retiro, El cura de Monleón o incluso El Árbol de la Ciencia. ¿Y qué estructura canónica hay en la trilogía de La lucha por la vida o en El laberinto de las sirenas?
Otro gigante de nuestras letras, Gonzalo Torrente Ballester, daba cuenta de este anarquismo barojiano o este descuido a la hora de diseñar sus historias, pero reconocía que el Baroja escritor que transpiraba en sus novelas le caía tan bien que no podía dejar de leer. Decía así don Gonzalo en un artículo que escribió en los años sesenta para el libro colectivo Baroja y su mundo, y a propósito de la trilogía La lucha por la vida:
«¡Qué mal construido está esto!», se dice invariablemente el lector de La lucha por la vida; pero no arroja el libro lejos de sí, sino que continúa su lectura hasta el final. Y, cuando le concluye, siente que el libro se haya acabado: más o menos, un sentimiento de la misma naturaleza que el experimentado al despedirnos de una persona simpática, atractiva.
Baroja parecía ciscarse adrede en todas las reglas e incluía excursos en la narración que deformaban aún más las estructuras clásicas, como en la última parte de El cura de Monleón, donde Baroja inserta los apuntes que el cura hacía de todas sus lecturas sacrílegas sobre crítica bíblica, antropología y análisis de las religiones. Un inserto que corta de un machetazo la narración de la vida del protagonista, que hasta ese momento tampoco se había ajustado a ningún parámetro «oficial» o debidamente sancionado por el Ilustre Colegio de Profesores de Escritura Creativa.
No me miren así, albergo un profundo respeto y admiración por este cuerpo de profesores, que tantos buenos consejos dan y tan bien preparan a sus alumnos. Es más, considero necesario conocer y dominar estas técnicas y estructuras clásicas, antes de proponerse variar y romper moldes.
Baroja conocía estas reglas y estos cánones como lector ávido que era, en especial, lector de folletines, donde más explícitamente podemos reconocer el conflicto, el patrón aristotélico o las proporciones temáticas e incluso físicas.
Señala otra vez Torrente Ballester en el mismo artículo citado:
La lista de sus obras incluye muchas decenas de títulos. ¿Cuántas, sin embargo, de sus novelas son obras terminadas? Muy pocas, desde luego; La lucha por la vida no figura entre ellas. Baroja se pasó la vida acumulando material narrativo y descriptivo. De vez en cuando —un de vez en cuando muy frecuente— coge una porción más o menos homogénea de este material, la organiza muy por encima, la compone, le da un título y pone debajo: novela.
El suyo fue un caso raro, seguramente producto de su personalidad y de sus circunstancias. Además, ahora es ya uno de nuestros grandes fetiches literarios, merced a que su obra es de obligado conocimiento en la enseñanza secundaria. O por lo menos lo era antes de estos tiempos oscuros que vivimos.
Vuelvan si no a leer El Árbol de la Ciencia, consideren su pertinencia para el mundo actual y si la novela funciona o no funciona, a pesar de no comulgar con las normas establecidas de la narrativa.
En este sentido, la técnica barojiana del apunte del natural podría quizás llevarnos a concluir que, transcurrido casi un siglo desde que don Pío escribiera sus obras maestras, sus libros ya no contienen nada que nos sirva en el 2024. Sin duda, algunos de los tipos humanos que describía en sus escritos ya han desaparecido, sobre todo los asociados a oficios propios de la época, pero no así otros que pueden trasplantarse al presente cambiando las referencias. La filosofía pesimista de Baroja, fruto de sus lecturas de Schopenhauer y seguramente también de sus estudios de medicina, puede practicarse en nuestro presente sin la más mínima quiebra del sentido de la actualidad.
El problema quizás sea que no hay discípulos de Baroja que levanten acta de la situación actual porque España nunca creó escuelas ni seguidores en el ámbito de la novela, es decir, que nuestros grandes maestros nunca tuvieron discípulos, y cada uno ha venido haciendo desde entonces refritos muy originales de todas las corrientes literarias pretéritas y contemporáneas venidas de cualquier parte, como señalaba con acierto otra vez Gonzalo Torrente Ballester en un artículo sobre el problema de la novela en España.
Y esto antes de la actual jaula de grillos literaria, en la que existe una especie de división entre la literatura fantástica por un lado y la literatura realista, pero pregaldosiana, de los «grandes nombres» que jalonan la cultura oficial del corrupto Régimen del 78. No hace falta dar nombres propios; todos tenemos unos cuantos en la cabeza. Tengo la sensación —aunque solo sea un efecto cenestésico ¡y pesimista!— de que el mundo actual, marcado por la descomposición evidente del imperio realmente existente, quizás requiera de este anarquismo barojiano que se cisca en las reglas de la escritura para dar cuenta de la impresión de fragmentariedad y caos en el que estamos inmersos. Curiosamente, esto se da de bruces con la proliferación de cursos de narrativa y apego a las reglas que tiene el peligro de convertirse en un molde de producción industrial. Acaso ya estamos ahí.