Leo estos días a Michel Houellebecq. Concretamente Ampliación del campo de batalla y Plataforma. Anteriormente he leído Las partículas elementales, Serotonina y Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. En las estanterías me esperan Aniquilación, El mapa y el territorio y En presencia de Schopenhauer. Intentaré seguir comprando algunos otros títulos suyos.
Lo que él hace es desnudarlo sin piedad y ponerlo delante del lector, como un matarife que saca el corazón de una vaca y lo coloca, humeante y chorreando sangre, en el mostrador de la carnicería de tu barrio.
Mi visión del mundo es diferente a la de Houellebecq, sin menoscabo de que me reconozco en muchas de sus opiniones sobre las sociedades europeas actuales. Pero su filtro está demasiado inclinado al escepticismo radical, a la misantropía y al nihilismo. No en vano, Schopenhauer y Lovecraft son sus rodrigones. El sexo tiene una importancia inflacionaria, pantagruélica, en su obra, como si fuese la piedra filosofal para entender la aberración del capitalismo. Tiene uno la sensación de que Houellebecq se sentiría mejor en una Francia pacata (lo que siempre fue hasta los años sesenta) que en una Francia donde, de manera paradójica, el sexo es un desastre porque ha pasado a estar en el centro de las vidas de los franceses. Lo que él hace es desnudarlo sin piedad y ponerlo delante del lector, como un matarife que saca el corazón de una vaca y lo coloca, humeante y chorreando sangre, en el mostrador de la carnicería de tu barrio. «Esta es nuestra triste mierda. Ahí la tiene». Es la tesis central de Las partículas elementales y de Ampliación del campo de batalla. Luego alcanzará los límites con el final de Serotonina. Todo es absurdo. Solo queda esperar la muerte o acelerarla.
El escepticismo radical es uno de los dos límites del pensamiento. El otro es el monismo, la conexión de todas las cosas y procesos del mundo. Entre medias, está la verdadera filosofía, aunque no necesariamente la filosofía verdadera. No obstante, no todos los filósofos (y Houellebecq lo es porque todos lo somos) son puros, de hecho, ninguno es puro en su sentido clasificatorio. Tienen tesis idealistas y tesis materialistas, tesis monistas y tesis pluralistas. La pureza, en cierto modo, es imposible, o solo lo es en un contexto muy concreto (el de algunas ciencias), pero al fin sujeto también a los procesos de destrucción y creación del universo.
Por eso el humor de Houellebecq es amargo, podría parecer irónico en un primer momento, pero en el contexto de todas sus ficciones, lo que rezuma finalmente es la amargura o lo absurdo.
En los personajes de Houellebecq conviven a veces actitudes o tesis nihilistas con las que afirman el mundo, incluso en un sentido positivo, aunque no abundan. En Plataforma y en Las partículas elementales asoma el amor como asidero temporal que acaba en tragedia o en estupidez. El amor merodea por las esquinas de nuestra vida, y a veces acaba por infiltrarse en ella, solo para regresar a la esquina o para desaparecer. Pocas veces o ninguna deja Houellebecq atisbo de esperanza porque en nuestro mundo moderno ya no hay asideros firmes, por lo menos para la gran mayoría. Por eso el humor de Houellebecq es amargo, podría parecer irónico en un primer momento, pero en el contexto de todas sus ficciones, lo que rezuma finalmente es la amargura o lo absurdo. Es como el Lovecraft de Reanimator, su cuento más divertido, quizás el único en el que se permite el humor, pero es un humor nihilista, acósmico, amoral, racista, que a veces se desliza hacia el escarnio. Curiosamente, Houellebecq no lo cita (o por lo menos no recuerdo que lo cite) en su ensayo sobre el genio de Providence.
Mi actitud ante la vida es muy otra, seguramente porque mis rodrigones han sido y son otros bien diferentes: Gustavo Bueno, Cervantes, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro y Benito Pérez Galdós, entre otros. Las actitudes ontológicas y epistemológicas de estos son diametralmente opuestas a las de Houellebecq, pues comienzan por afirmar el mundo, pero no de una manera armónica, sino como escenario de contradicciones, conexiones y desconexiones, con asideros firmes a los que poder agarrarse en la travesía de la vida: la familia, la comunidad regional y nacional, los buenos libros, la buena mesa, la melomanía y el amor, sin desdeñar el erotismo. Por eso, supongo, el tipo de humor que profeso es el de la ironía. Y no obstante, el diagnóstico sobre el mundo actual es parecido: la destrucción de los asideros.
Así las cosas, supongo que la diferencia radica en la respuesta: seguir o no seguir luchando. Houellebecq se inclina por aceptar una derrota inevitable. Es el fatalismo. Yo reniego del fatalismo, porque esto implicaría el otro extremo del pensamiento filosófico: el monismo. Como no existe la fatalidad general, todavía se puede luchar o todavía podemos defendernos. Y aquí volvemos a Platón, quien en su carta séptima, tras regresar de Sicilia donde han fracasado sus planes políticos, constata que el único refugio es la recta filosofía. Y yo añado, con Galdós, con Torrente, Cunqueiro, Cervantes, y creo que también con Gustavo Bueno, el amor.
Desde el otoño del 2023 vengo publicando por tomos mi novela El naufragio de los imperios. Memorias de amor. Título y subtítulo dejan las cosas meridianas.
Y sin embargo, debo terminar diciendo que Houellebecq es un placer culpable, y lo sigo leyendo con fruición. Igual que también leo a Lovecraft y al cabrón de Schopenhauer, que era un hijo de puta, pero era un genio. Como Stalin.